¿Qué pasaría en Colima si no hubiera Poder Legislativo? ¿La ciudadanía colimense, que desde hace años vive sumida en la violencia, perdería a sus representantes del pueblo? ¿Quedarían los ciudadanos sin voces que denuncien los problemas que los aquejan, sin ojos que fiscalicen el uso de los recursos públicos, sin diputados que orienten en la solución de los abusos o injusticias cometidas desde el poder? La pregunta no es ociosa: desde hace al menos cinco legislaturas, es decir, unos quince años, Colima vive con un Congreso que dejó de cumplir la función esencial para la que fue creado.
Fue en la LVI Legislatura, durante el trienio 2009-2012, cuando el Congreso local empezó a dar la espalda a la ciudadanía. La entonces presidenta, la priista Itzel Ríos de la Mora, restringió el libre acceso al recinto legislativo. Colocó plumas de seguridad, cerraduras electrónicas y puertas que sólo se abrían con contraseña o tarjetas autorizadas, así lo atestiguan reporteros que desde hace años cubren las actividades legislativas. Incluso se construyó una salida alterna a la calle para que los diputados evitaran el contacto con los medios de comunicación. Desde entonces, los representantes populares se atrincheraron en un gueto político.
El paso del tiempo no corrigió esa dinámica. Ni el triunfo del PAN en 2015 ni la hegemonía de Morena a partir de 2018 cambiaron la lógica de encierro y desdén hacia la gente. Las puertas siguieron cerradas, las sesiones convertidas en rituales de trámite y las comisiones en oficinas improductivas que consumen presupuesto. La mayoría de los diputados ya no hablan por los ciudadanos, sino por sus partidos –aunque hay algunas excepciones–. Prefieren defender su permanencia en la nómina y tejer acuerdos que los mantengan a salvo de problemas, antes que debatir, fiscalizar o incomodar al poder.
Los temas que deberían sacudir al Congreso se diluyen entre culpas repartidas y discursos huecos. No hay un debate serio sobre la violencia, la corrupción o la impunidad. Apenas se cumple con aprobar presupuestos y autorizar descuentos municipales. La tribuna se ha vuelto una plataforma electoral adelantada, no un espacio de defensa ciudadana. Mientras tanto, la gente de Colima enfrenta una de las peores crisis violentas de su historia, sin sentir respaldo real de sus diputados.
El contraste es más evidente cuando se observa el costo del Poder Legislativo. Para 2026, el Congreso pretende un presupuesto de 120 millones de pesos, dinero que bien podría transformarse en un fondo de ahorro que permitiera a niñas y niños huérfanos de la violencia tener garantizadas sus necesidades básicas: alimentación, servicio médico, atención psicológica, vestimenta y educación hasta la universidad. Tres menores de edad, por ejemplo, perdieron a su madre en la masacre de la panadería El Pichón y hoy dependen de su abuela, quien carga con el dolor de la pérdida y con la angustia de no tener recursos suficientes para sacarlos adelante. Ese mismo dinero podría destinarse a crear un fondo estatal de apoyo a hijos de víctimas de feminicidio, o a reforzar el Centro Estatal de Salud Mental y Adicciones, una institución sin especialistas ni presupuesto sólido para enfrentar las adicciones que devastan a las familias colimenses.
También podría invertirse en contratar psicólogos en las escuelas públicas, donde la ausencia de plazas ha dejado a miles de niños sin atención ante problemáticas emocionales graves. Las alternativas son muchas, todas urgentes. Sin embargo, los legisladores prefieren blindar un presupuesto que los mantenga cómodos y alejados del escrutinio ciudadano.
El lujo legislativo contrasta con la precariedad social. De acuerdo con el Tabulador de Remuneraciones publicado en el Periódico Oficial el 5 de julio, cada diputado percibe 92 mil 476 pesos brutos al mes por dieta y previsión social, lo que tras impuestos queda en 66 mil 392 pesos netos. A esa cantidad se suman 10 mil 204 pesos adicionales por pertenecer a un grupo parlamentario y, para quienes presiden alguna comisión, 29 mil 497 pesos más, aunque varias de esas comisiones no han presentado una sola iniciativa en lo que va de la legislatura. En total, ingresos que superan los 100 mil pesos mensuales.
La pregunta inicial vuelve entonces: ¿qué pasaría si no hubiera Poder Legislativo? Quizá nada cambiaría. Desde hace tres lustros, el Congreso dejó de ser un contrapeso y se volvió un lastre que consume más de 100 millones de pesos al año. La ciudadanía perdió representantes reales y ganó funcionarios bien pagados que trabajan más para sus partidos que para el pueblo.
Si el Poder Legislativo existe para representar, fiscalizar y debatir, ¿de qué sirve un Congreso que no hace ninguna de esas funciones? Los colimenses no sólo tienen derecho, sino obligación de exigir cuentas a quienes ocupan esas curules. Porque, en democracia, el silencio ciudadano es el mejor aliado de la impunidad legislativa.