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¿Por qué el atentado con coche bomba “no fue terrorismo”?

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Autor: Armando García.

La palabra que aterra al Estado mexicano

En cualquier país con estándares mínimos de seguridad, un coche bomba que estalla frente a una base policial, mata a varias personas, hiere a civiles y usa tácticas propias de guerra urbana sería llamado por su nombre: terrorismo. Pero en México no. Aquí, la palabra se evita, se esconde, se disfraza. Primero se pronuncia en voz baja, luego se desmiente, luego se archiva. Y al final, el Estado termina diciendo que fue “delincuencia organizada”, como si un vehículo cargado con explosivos fuera apenas un mal día en la oficina.

¿Por qué? Porque “terrorismo” es una palabra que le da terror al propio Estado mexicano. Terrorismo implica reconocer que las organizaciones criminales no solo trafican y extorsionan, sino que tienen capacidad bélica, infraestructura, tácticas y control territorial comparables a un actor insurgente. Decir “terrorismo” obliga a aceptar que México enfrenta algo más profundo que una crisis de seguridad: enfrenta un desafío directo al monopolio de la fuerza y a la soberanía.

Pero el gobierno de la Cuarta Transformación no quiere abrir esa caja. No quiere admitir que los cárteles han evolucionado al grado de utilizar coches bomba, drones explosivos, bloqueos coordinados y ataques armados contra fuerzas estatales.
No quiere aceptar que zonas completas del país —Michoacán, Chiapas, Zacatecas, Guerrero— operan bajo lógicas de autoridad paralela. Y mucho menos quiere reconocer que el proyecto político que presume gobernar con “el pueblo bueno” ha normalizado convivencias, pactos tácitos y omisiones oportunas frente al crimen organizado.

Decir “terrorismo” sería dinamitar la narrativa. Porque si se reconoce como terrorismo, entonces surge la pregunta incómoda: ¿Quién permitió que el crimen organizado creciera así? ¿Quién desmontó estructuras de inteligencia? ¿Quién ordenó “abrazos, no balazos”? ¿Quién dejó de detener capos, pero sí liberó a uno? ¿Quién toleró que grupos armados hicieran campañas territoriales mientras el gobierno hablaba de “pacificación”?

El coche bomba de Coahuayana no fue catalogado como terrorismo porque el gobierno tendría que asumir que su estrategia fracasó y que la relación con el crimen no es de confrontación, sino de coexistencia funcional.

Una coexistencia donde el Estado mira hacia otro lado mientras las organizaciones criminales controlan caminos, cobran cuotas, imponen horarios y, cuando quieren mandar mensaje, incendian vehículos, bloquean carreteras o detonan explosivos.

Llamarle terrorismo sería admitir que México vive algo más que violencia criminal: vive una erosión del Estado.
Por eso el gobierno prefiere cambiar el tipo penal como si fuera etiqueta de archivo: “No es terrorismo, es delincuencia organizada”. Porque para la 4T, aceptar la palabra prohibida es aceptar su propia responsabilidad —y quizá, su propio contubernio.

Un contubernio hecho de silencios, omisiones y un extraño equilibrio donde los cárteles no son enemigos a derrotar, sino actores con los que se “administra” la realidad. Mientras tanto, las familias entierran a sus muertos. Y el país sigue preguntándose: Si esto no es terrorismo… ¿qué falta para que lo sea?

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