Florida, Avanzada (14/04/2025).- Por un momento, todo parecía normal en el pequeño apartamento de Rivera Beach. Pero en un abrir y cerrar de ojos, el dulce sabor del jugo de manzana se convirtió en el principio de una tragedia irreparable.
La historia de este niño de cinco años, cuyo nombre permanece resguardado por respeto a su memoria, es una de esas que desgarran y descolocan. No solo por la muerte en sí, sino por las circunstancias, por las omisiones, y por la desoladora sensación de que todo pudo haberse evitado.
Era 23 de marzo. El pequeño, diagnosticado con autismo, estaba al cuidado de una niñera. Su madre, Heathet Opsincs, de 37 años, lo había dejado con ella en su apartamento. En algún momento, el niño abrió el refrigerador y tomó una botella plástica que, a simple vista, parecía contener jugo. Lo bebió, hizo una mueca y le dijo a la niñera que “sabía raro”. Nadie podía imaginar lo que venía después.
Temblores. Sacudidas. Rigidez. El cuerpo del niño comenzó a colapsar. La niñera, desesperada, llamó a la madre para contarle lo que estaba ocurriendo. Pero en lugar de reaccionar con urgencia, la mujer —según el informe policial— tardó más de una hora en llamar al 911. Una hora eterna. Una hora fatal.
Cuando los paramédicos llegaron, hicieron todo lo posible por reanimarlo. Lo trasladaron al hospital más cercano. Pero ya era demasiado tarde. El niño fue declarado muerto poco después de su ingreso. Un examen toxicológico confirmó la presencia de metanfetaminas en su sistema. Su madre también dio positivo.
Durante el registro en el apartamento, los agentes encontraron dos botellas de jugo de manzana y seis pipas utilizadas para consumir metanfetaminas. La evidencia no dejaba lugar a dudas: el niño no había muerto por accidente, sino por negligencia. Una negligencia que, en este caso, equivale a una condena de muerte.
Las autoridades arrestaron a Heathet Opsincs y la acusaron de homicidio involuntario. Documentos judiciales revelan que ella conocía perfectamente las necesidades especiales de su hijo, incluso había habido incidentes previos. Aun así, dejó al niño expuesto, sin supervisión adecuada y, peor aún, con drogas al alcance.
Hoy, en Rivera Beach, la comunidad guarda silencio. Hay dolor, rabia, incredulidad. Y una pregunta que sigue retumbando en el aire: ¿cómo pudo pasar algo así?
Una vida inocente se apagó, no por una enfermedad ni por un accidente inevitable, sino por una cadena de decisiones equivocadas. Y aunque la justicia sigue su curso, hay heridas que ni la ley puede sanar.